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LA ENIGMATICA TUNICA
AZTECA DEL SIGLO XVI |
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Para entender la importancia
de tales hallazgos es preciso hacer un breve repaso de lo que una antigua
y piadosa leyenda declaraba acerca de la milagrosa confección de la imagen,
no pintada por mano de hombre – según esta tradición – sino milagrosamente
impresa en la túnica de un aborigen llamado Juan Diego en 1531. El relato
que cuenta este suceso está escrito en nahuatl (la lengua de los aztecas)
con caracteres latinos, y fue editado en su idioma original y en español
en 1649, aproximadamente un siglo después de su primitiva redacción, por
iniciativa de un tal bachiller Luis Lasso de la vega.
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Cuenta esta historia que
Juan Diego importunó repetidas veces al primer Obispo de México, al franciscano
Fray Juan de Zumarranga, para declararle el deseo que le había expresado
la Madre de Dios en diversas apariciones respecto a la edificación de
una ermita en un ligar denominado Cerro de Tepeyac. Por quitarse de encima
al visionario, el buen Obispo le pidió que le trajese una prueba convincente
de que decía la verdad. Y que, en caso contrario, no le molestase más.
Volvió Juan Diego días más tarde portando como prueba unas llamadas “risas
de Castilla”, que era imposible que florecieran en aquella estación (mes
de diciembre) y que afirmaba que le había entregado la misma Virgen para
que las mostrase al Obispo. Las llevaba el muchacho recogidas en la túnica,
o tilma, y al desplegar ésta y caer las flores al suelo se apareció la
Virgen a todos los presentes que eran ocho o diez personas. Y al punto
esta visión celestial quedó grabada sobre el basto tejido de la ropa que
había contenido las flores. Espantado y maravillado el Obispo de lo que
veía, erigió la ermita en el cerro de Tepeyac y allí quedó expuesta, como
imagen para ser venerada, la propia túnica milagrosamente estampada del
indio Juan Diego. Este es el relato, muy sucintamente expuesto, escrito
en lengua nahuatl en tiempo en que aún vivía Hernán Cortés.
![]() Fray Juan de Zumárraga Primer Obispo de la Cdad. de México |
La explosión devota que desde los primeros
tiempos de la pacificación de México se produjo fue tan inusitada,
y las peregrinaciones espontáneas de aborígenes que acudían de todas
partes a rendir culto a la imagen tan notables, que incluso se ocupa
de ello Bernal Díaz del Castillo en su magna crónica de la conquista
de Nueva España. |
En primer lugar llama la
atención de los expertos textiles la singular conservación del basto tejido.
Hoy día está protegido por cristales. Pero durante siglos estuvo expuesto
a la buena de Dios, a los rigores del calor, el polvo y la humedad sin
que se deshilachase ni se enturbiase su policromía.
La materia física sobre la
que la imagen quedó estampada es una urdimbre hecha con fibra de ayate de la especie mexicana,
que se descompone por putrefacción a los veinte años aproximadamente,
como se ha probado con varias reproducciones hechas a propósito. Mientras
que olla túnica del contemporáneo de Cortés lleva casi quinientos años
sin desgarrarse ni descomponerse, y por causas inentendibles para dichos
expertos es refractaria a la humedad y al polvo.
Se atribuyó esta virtud a
la clase de pintura que cubre
a la tela y que muy bien podría actuar como poderosa materia protectora
y, en consecuencia, se remitió una muestra que la analizase el sabio alemán
y premio Nobel de Química Richard Kuhn. Su respuesta dejó atónito a los
consultantes. Los colaboradores de la imagen guadalupana – respondió el
científico germano – no pertenecen al reino vegetal, no mineral ni al
animal.
Se pensó que, tal vez, la
tela estuvo tratada por un procedimiento especial. Las grandes pinturas
de la antigüedad han podido llegar hasta nosotros por estar los lienzos
(o los parámetros de los “frescos”) previamente “preparados”, cubiertos
de una cola o estuco determinados. ¿De qué rara consistencia sería esta
preparación para que la pintura pudiera adherirse y conservarse incólume
sobre la materia, como es el ayate, tan frágil y perecedera?.
Se encomendó a dos estudiosos norteamericanos
(el doctor Callagan del equipo científico de la NASA y el profesor Jody
B. Smith, catedrático de Filosofía de la Ciencia en el Pensacolla College)
que sometieron la imagen guadalupana al análisis fotográfico con rayos infrarrojos.
Y sus conclusiones fueron las siguientes:
Primera. El ayate – tela
rala de hilo de manguey – carece de preparación alguna; lo que hace
inexplicable a la luz de los conocimientos humanos que los colorantes
impregnen y se conserven en una fibra tan inadecuada. Paralelamente a esto,
un conocido oculista, de apellido hispano-francés, Torija Lauvolgnet,
examinó con un oftalmoscopio de alta potencia la pupila de la imagen y observó
maravillado que en el iris se veía reflejada una mínima figura que
parecía el busto de un hombre. Y este fue el antecedente inmediato
para promover la investigación que pasó a explicar: la “digitalización” de los ojos
de la Virgen de Guadalupe. |
![]() La imagen de la Virgen de Guadalupe |
Es sabido que en la córnea
del ojo humano se refleja lo que se está viendo al instante. El doctor
Aste Tonsmann hizo fotografiar (sin él estar presente) los ojos de una
hija suya y utilizando el procedimiento denominado “proceso de digitalizar
imágenes” pudo averiguar, sin más, todo cuanto veía su hija en el momento
de ser fotografiada. Este mismo científico, cuya profesión es la de captar
las imágenes de la Tierra transmitidas por los satélites artificiales
“digitalizó” la imagen guadalupana y los resultados empiezan ahora a ser
conocidos. El procedimiento consiste en dividir la imagen en cuadrículas
microscópicas hasta el punto de que en una superficie de un milímetro
cuadrado caben veintisiete mil setecientos setenta y ocho ínfimos, mínimos,
cuadraditos. Una vez hecho esto, cada minicuadrícula puede ampliarse,
multiplicándola por dos mil, permitiendo la observación de detalles imposibles
de ser captados a simple vista. Y los detalles que se observaron en el
iris de la imagen guadalupana son: un aborigen en el acto de desplegar
su tilma ante un franciscano; al propio franciscano en cuyo rostro se
ve deslizarse una lágrima; un paisano muy joven, la mano puesta sobre
la barba con ademán de consternación; un aborigen con el torso desnudo
en actitud casi orante; una mujer de pelo crespo, probablemente una negra
de la servidumbre del Obispo; un varón, una mujer y unos niños con la
cabeza medio rapada y otros religiosos más en hábito franciscano, es decir....
¡el mismo episodio relatado en nahuatl por un escritor indígena
anónimo en la primera mitad del siglo XVI y editado en nahuatl y en español
por Lasso de la Vega en 1649, a que antes hice referencia!
Actualmente se están haciendo
estudios iconográficos para comparar estas figuras con los retratos conocidos
del Arzobispo Zumarraga y de gentes de su tiempo o de su entorno. Lo que
es radicalmente imposible es que en un espacio tan pequeño como la córnea
de un ojo, situada en una imagen de tamaño aproximado al natural, un miniaturista
haya podido pintar lo que ha sido necesario ampliar en dos mil veces para
poderlo advertir.
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El abogado y profesor Luis
Fernández Hernández, antiguo colaborador en España de la Editorial Católica,
me ha pedido que prolongue un libro suyo escrito con motivo del 450 aniversario
de los misteriosos sucesos del cerro de Tepeyac, que tuvieron como protagonista
al aborigen Juan Diego recién cristianizado, y al Obispo español Fray
Juan de Zumárraga. De este libro he tomado los datos que acontecen.
“¡Inexplicable!”, exclamaron
los miembros de la Comisión de Estudios cuando conocieron el veredicto
del sabio alemán Richard kuhn de que la policromía de la imagen guadalupana
no procedía de colorantes minerales, vegetales o animales. “¡Inexplicable!”,
declararon por escrito los norteamericanos Smith y Callagan al ver los
rayos infrarrojos que la “pintura” carecía de pinceladas, y el miserable
ayate de la túnica de Juan Diego de toda preparación. Y el doctor Aste
Tonsmann, al referir en numerosas conferencias el hallazgo de figuras
humanas de tamaño infinitesimal en el iris de la Virgen, no se harta de
repetir “¡Inexplicable!”. “¡Radicalmente inexplicable!”.
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