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Cuentos Cortos-Orientales 1

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APRENDIZAJE O DINERO

Un hombre con fama de sabio y que había amasado una gran fortuna le llegó la hora de la jubilación. Desde ese momento, cada día encontraba motivos para invitar a sus numerosos amigos a costosos banquetes, o para hacerles caros regalos. 

Pasados unos meses de lujos y derroches, un amigo le dijo: 

-Creo que deberías dejar de gastar de ese modo. Aunque tu fortuna es mucha, estás dilapidándola rápidamente, y recuerda que tienes unos hijos que te heredarán. 

-Precisamente por ellos lo hago -contestó-. 
La riqueza conseguida sin esfuerzo arruina la capacidad de los inteligentes y agrava la estupidez de los más torpes. Yo a mis hijos les he dado la educación y los medios suficientes como para que se construyan un futuro por ellos mismos. La expectativa de 
disponer de mi patrimonio no sería más que una invitación a que aparecieran la codicia y la indolencia. No necesitan mi dinero para nada, no sería más que un veneno en sus vidas-. 

Y en efecto, aquel hombre gastó hasta el último céntimo antes de morir.

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CóMO ENSEñA UN MAESTRO

Un discípulo cayó gravemente enfermo y solicitó a su maestro que lo curase, puesto que además era un médico excepcional capaz de hacer desaparecer cualquier mal. Oída la demanda, el maestro se negó radicalmente a curar al discípulo. 

Tiempo después, el discípulo sanó por sus propios medios, pero quedó inmensamente dolido por la conducta de su maestro, al que abandonó. 

Un día decidió visitar a un hombre iluminado al que narró el episodio de su enfermedad y la negativa del maestro a curarlo. 

Aquel hombre le dijo: 

- Te equivocas grandemente, tu maestro actuó con la más alta generosidad. 

-¿Cómo puede ser? ¡Él se negó a ayudarme cuando estaba a punto de morir! 

-No fue así, él evitó que dejaras de experimentar por ti mismo lo que significa estar suspendido entre la vida y la muerte



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COMPARTIR

Un hombre cercano ya a la muerte fue a ver a un maestro para preguntarle: 

-Hombre sabio, dime cuál es la diferencia entre cielo e infierno. 

-Veo una montaña de arroz humeante y sabroso, y alrededor una muchedumbre de hambrientos. Sus palillos son más largos que sus brazos, así que cuando prenden la comida, no pueden llevársela a la boca y son víctimas de la frustración y el sufrimiento. 
Ese es el infierno -contestó el maestro. 

-¿Y el cielo? -volvió a preguntar el viejo. 

-Veo una montaña de arroz humeante y sabroso, y alrededor una muchedumbre alegre. Sus palillos son más largos que sus brazos, pero han decidido, al prender la comida, dársela los unos a los otros. 
Ese es el cielo..



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CONCIENCIA DE LA PROPIA IGNORANCIA

Cuentan que el abad de un templo era considerado por todos como un hombre piadoso, justo y erudito. A él se dirigían todos para buscar su ayuda y consejo en los más variados temas, tanto de índole espiritual, como filosófico o social. 

A ello dedicaba su vida el abad, atendiendo todo el tiempo a cuestiones de cualquier naturaleza. 

Un día, una mujer del lugar que había perdido un hijo se encaminó al templo para cumplir con los ritos funerarios. Cuando encontró al abad, le preguntó: 

-Señor, decidme por compasión. ¿Adónde ha ido mi hijo? 

En ese momento, el viejo abad se dio cuenta de 
que no podía responder sinceramente a la mujer sin apelar a cualquier respuesta convencional. 
Se dijo a sí mismo: 

“Yo creía haber alcanzado el grado de sabiduría y no sé responder a la pregunta esencial, ¿de qué me sirve ser abad de este templo?”. 

Dicen que entonces dejó el templo y marchó en busca del verdadero conocimiento. 

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CUESTIóN DE NECESIDAD

Cuentan que un desconocido se presentó a la puerta del monasterio llevando oro y rogó al abad que lo repartiera entre los monjes. 
El abad dijo: 
-Los monjes no lo necesitan. 

El desconocido insistió, así que lo puso en una cesta en medio del patio con un letrero que ponía: 

«El que necesite, que coja». 

Nadie tocó nada. Algunos ni siquiera miraban. 

Pasado un tiempo, aquel hombre regresó y vio que su oro estaba intacto. Valorando este hecho, alabó a los monjes por su santidad y renuncia. 

El abad le dijo: 

-No se trata de santidad. 
Todo está en función de la necesidad. 
Para nosotros, el oro es inútil ya que nada podemos hacer con él. Comemos, vestimos y estamos a cubierto. Nuestras necesidades son otras. Necesitamos a Dios y por eso estamos aquí buscándolo. 
Ve y da tu oro a los pobres.



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