Miguel de Unamuno tenía una personalidad verdaderamente singular. Impermeable a las corrientes en boga, su poesía es clásica en tiempos de vanguardias, su filosofía trascendental en época pragmática y su manera de vestir muy distinta a la de los demás intelectuales finiseculares y a los colegas del claustro universitario de su querida Salamanca.
El atuendo peculiar que observamos en las numerosas fotografías conservadas le hacía inconfundible. Se ha dicho que iba vestido de “sacerdote protestante” ya que no usaba corbata y solía llevar un jersey cerrado o un chaleco que dejaba ver tan solo el cuello de la camisa. Alguna vez llevaba un sombrero negro sencillo y, así, podía diferenciarse de los otros integrantes de la Generación del 98, quienes acostumbran llevarlos, con preferencia, de tonos claros y con cinta alrededor de la copa. Pio Baroja e Ignacio Zuloaga aparecen, frecuentemente, con la txapela vasca. Su alumno Federico de Onís cuenta que su calzado era como el que se empezaría a llevar muchos años después.
Algunos de los pintores que lo retrataron incluyeron pajaritas en el cuadro. Unamuno era un gran aficionado a la cocotología –como la llama él- o papiroflexia desde niño, y llegó a adquirir suma destreza y hasta perfección elaborando estas criaturas de papel. Fue durante el cerco de Bilbao de la guerra carlista, en 1874, cuando, a los diez años y en compañía de su primo Telesforo Aranzadi, comenzó a componerlas. Durante algún tiempo no podían salir y las ventanas de la casa se protegían de los proyectiles con colchones. Influyó, también, su salud algo frágil y su carácter retraído para que a menudo prefiriera quedarse en casa dibujando y recortando papel en lugar de acudir a la calle a corretear con los muchachos de su edad. Entre los dos primos confeccionan más de doscientas pajaritas a las que hacen desfilar como si se tratara de un ejército. Posteriormente, ya nunca dejó de practicar el arte papirofléxico y, de esta forma, llegó a adquirir una gran maestría.