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Cuentos CortosLiteraturas

Cuentos Cortos Aleccionadores 4

CUANDO LO QUE TE JUEGAS ES MUCHO

Cuentan que había un país en el que eran muy populares las competiciones de tiro con arco.
Allí vivía un gran campeón que era querido y admirado por todos; desde el rey hasta el último de los súbditos. Aquel gran arquero no había sido derrotado jamás, así que el rey organizó un torneo al que fueron convocados todos los mejores arqueros de los países vecinos, y ofreció una enorme recompensa al ganador: dos bolsas repletas de oro, una docena de los mejores caballos, un cofre lleno de joyas, y el señorío de una fértil comarca.
Sólo la atracción de tan magnífico premio atrajo a la competición a un grupo de participantes, pues todos estaban convencidos de que el ganador sería aquel fabuloso arquero dueño de una técnica depuradísima, una concentración excepcional, un pulso de acero, una vista de águila, una fuerza de oso y una experiencia insuperable.
Tal era la seguridad en sí mismo que demostraba que nadie hasta entonces lo había derrotado y nadie creía que pudieran derrotarlo nunca.

Empezó la competición y las eliminatorias iban sucediéndose, quedando en evidencia la superioridad del campeón, que ganó la final con total comodidad y con un amplio margen de diferencia sobre sus rivales.

En medio de la admiración y los vítores de todos los presentes, el rey se dispuso a hacerle entrega solemne del premio cuando se oyó una voz que surgía de entre la multitud:

-¡Alto, yo desafío a ese arquero!

Quién así hablaba era un humilde campesino ya en las puertas de la vejez al que conocía todo el mundo. El rey lo llamó a su presencia.

-¿Qué burla es ésta? Todos sabemos que tu pericia con el arco no excede a la de un cazador mediocre. ¿Cómo es que desafías al campeón? ¿Quieres hacernos perder el tiempo? -preguntó irritado el monarca.

-En absoluto, majestad -respondió el campesino-, mi desafío es auténtico. Estoy seguro de que venceré al arquero. Sólo pongo la condición de que sea a un lanzamiento único, y para que vos tengáis certeza de mi determinación, propongo que al perdedor se le corte la cabeza, en tanto el ganador percibe su recompensa.

Todos los presentes pensaron que aquel hombre se había vuelto loco. Enfrentarse al arquero en aquellas condiciones significaba un modo seguro de perder la vida. En tanto el arquero se sentía tan seguro de sí mismo como siempre y no comprendía la actitud de su retador, pues como bien era sabido la destreza con el arco del campesino era muy inferior a cualquiera de los participantes a los que acababa de vencer en el torneo.

-Majestad -volvió a intervenir el campesino -os deseo recordar, que, según las antiguas leyes del reino, cualquiera puede lanzar un desafío en el torneo de arco poniendo las condiciones que elija.
Si mi reto no es aceptado, yo seré el vencedor y, por tanto, será mía la recompensa.

El rey preguntó al arquero:

-Tú acabas de proclamarte campeón, pero ya conoces las leyes que dicen que cualquiera puede desafiarte, ¿aceptas el reto?

El arquero respondió afirmativamente.

Llegado el momento, el campesino tensó su arco y disparó, y aunque su flecha dio en el blanco, quedó muy alejada del centro de la diana. Su lanzamiento había sido, según lo esperado, muy mediocre.

Era el turno del campeón. Su tiro era enormemente fácil comparado con cualquier otro que hubiera realizado nunca. Se acercó a la marca de lanzamiento. Tensó el arco, pero, ante la sorpresa de todos, su pulso empezó a temblar; su rostro, sereno otras veces, estaba marcado por la tensión y el esfuerzo; las piernas, en otras ocasiones firmes como
columnas, se veían flaquear; su mirada, otras veces fija y serena, se mostraba dispersa y errática. Todo su cuerpo era un manojo de nervios, sudor y temblores. Incapaz de soportar la tensión un segundo más, el campeón se derrumbó dejando caer su arco.

-No puedo -se le oyó decir balbuceando-, no acepto el reto, el campesino es el vencedor.

El silencio de todos los presentes contrastaba con la alegría del ganador. Nadie entendía lo ocurrido. El rey tomó la palabra:

– Según la ley, el campeón es el campesino. Pero antes quiero saber la razón por la que lanzaste ese reto, que por lo visto estabas seguro de ganar.

-Majestad -contestó el humilde labriego-, yo soy pobre y tenía mucho que ganar y poco que perder ya que soy viejo, por eso al disparar lo hice del modo acostumbrado. En cambio, para el campeón éste era el tiro más importante que realizaba jamás: se jugaba la vida cuando antes sólo se jugaba la fama. Por eso, se ha visto atenazado por el miedo, y como era una nueva experiencia para él, no ha sido capaz de superarlo.

Admirando la resolución e inteligencia del campesino, el rey le hizo solemne entrega del premio.

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LO FUNDAMENTAL Y LO ACCESORIO

Un hombre se perdió en el desierto. Al cabo de unos días ya punto de morir de sed, vio que una caravana se acercaba. Como pudo, llamó la atención de los viajeros, que presurosos se dirigieron hacia el necesitado. Éste, con un hilo de voz apenas pudo decir:

-Aaaguaa.

-Pobre hombre, parece que quiere agua, rápido, traigan un pellejo -reclamó uno que parecía el jefe.

-Un pellejo no, por Dios -interpeló otro-, no tiene fuerzas para beber en un pellejo, ¿no se dan cuenta? Traíganos una botella y un vaso para que pueda hacerlo cómodamente.

-¿Un vaso de cristal? ¿Estás loco o qué te pasa? -protestó otro de los presentes-. ¿No ves que lo cogerá con tanta ansia que puede romperlo y dañarse? ¡Traigamos un cuenco de madera!

-Aaaguaa… susurró el moribundo.

-Creo que ustedes se han vuelto locos -agregó un cuarto hombre-. ¿Es que acaso no recuerdan que tenemos un vino excelente? Siempre lo reanimará más un buen vaso de vino que el agua. ¡Traigamos el vino!

-Beebeeer -imploró el sediento con sus últimas fuerzas.

-Seguro que el desierto los ha hecho perder el juicio. ¿Cómo vamos a darle vino sin saber si este hombre es musulmán? ¡Estaríamos obligándolo a cometer un gran pecado! Preguntémosle antes si es religioso -solicitó otro hombre de aspecto bondadoso.

-Pero ¿es que de verdad piensan darle de beber aquí a pleno sol? Antes tenemos que ponerlo a la sombra; yo tengo ciertos conocimientos de medicina y les digo que este hombre está ardiendo de fiebre y agotado. Llevémoslo a la caravana y pongámoslo en una cama -intervino otro de los presentes.

A los mercaderes no les dio tiempo a discutir más, aquel hombre acababa de fallecer en sus brazos.

Lección / Moraleja:
«son muchas las ocasiones en que perdemos tiempo y trabajo en superficilidades y olvidamos el asunto principal.»

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FORMA ESTO PARTE DE Mí?

Cuentan que un hombre sufría con gran frecuencia ataques de ira y cólera, así que decidió un día abordar esta situación. Para ello se fue al encuentro de un viejo sabio con fama de conocer la naturaleza humana.
Cuando llegó a su presencia, habló de este modo:

-Señor, quiero solicitar tu ayuda, ya que tengo fuertes arranques de ira que están haciendo mi vida muy desgraciada. Yo sé que soy así, pero también sé que puedo cambiar si usted me aconseja.

-Lo que me cuentas es muy interesante -dijo el anciano-. De todas maneras, para poder tratar bien tu problema es necesario que me muestres tu ira y así pueda saber de qué naturaleza es.

-Pero ahora no tengo ira -argumentó el hombre.

-Bien -contestó en anciano-, lo que tendrás que hacer en este caso es que la próxima vez que la ira te invada, has de venir lo más deprisa posible a enseñármela.

El hombre iracundo se mostró de acuerdo y regresó a su casa. Pero pocos días después se encontró de nuevo con otro ataque de cólera y marchó rápidamente a ver al anciano. Sin embargo, ocurría que el viejo habitaba en lo más alto de una colina muy alejada, así que cuando por fin alcanzó la cima y se presentó al sabio…

-Señor, estoy aquí de nuevo como me dijiste.

-Estupendo, muéstrame tu ira.

Pero al pobre hombre se le había pasado la ira durante la subida.

-Es posible que no hayas venido lo suficientemente rápido -dijo el anciano-. La próxima vez corre mucho más deprisa y así llegarás todavía con ira.

Pasados unos días, al hombre le asaltó otro fuerte ataque de cólera y recordando la recomendación del sabio, comenzó a correr cuesta arriba todo lo rápido que pudo. Cuando media hora después llegó completamente agotado a casa del viejo, éste le reprendió severamente:

-Esto no puede continuar así, otra vez llegas sin ira. Creo que debes esforzarte aún más y tratar de subir las cuestas mucho más deprisa. De otro modo no voy a poder ayudarte.

El hombre marchó entristecido, jurándose a sí mismo que la próxima ocasión correría con todas sus fuerzas para llegar a tiempo de mostrar su ira.
Pero no ocurrió así. Una y otra vez subía la cuesta, ya cada ocasión llegaba más y más fatigado y desde luego sin un asomo de ira.
Un día que llegó especialmente extenuado, el maestro, por fin, le dijo:

-Creo que me has engañado. Si la ira formara parte de ti, podrías enseñármela. Has subido a mi casa veinte veces y nunca has sido capaz de mostrarla. Esa ira no te pertenece. No es tuya. Te atrapa en cualquier lugar y con cualquier motivo y luego te abandona. Por tanto, la solución es fácil: la próxima vez que quiera llegar a ti, no la recojas.

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LAS RESPUESTAS DE DIOS

Un hombre muy devoto vivía en una casa algo alejada de una aldea. Llegada la época de las lluvias, éstas aparecieron con una fuerza desacostumbrada. Al cabo de una semana de llover sin parar, vio cómo algunos aldeanos con sus pertenencias se alejaban del lugar pasando frente a su puerta.

-Vecino -le dijeron-, dicen que todavía lloverá mucho más, y esta es una zona que puede inundarse fácilmente. Sube a nuestro carro y nosotros te ayudaremos a cargar tus cosas.

-Gracias amigos -contestó el hombre devoto-, pero no estoy preocupado. Dios me ayudará si llega el caso. Y como acostumbraba, esa noche rezó, pidiendo a Dios que lo mantuviera fuera de peligro.

Pero continuó lloviendo dos semanas más. El agua ya había penetrado en su casa y le llegaba hasta las rodillas. Los últimos habitantes de la aldea le gritaron desde sus barcas al tiempo que remaban apresuradamente:

-Vecino, no te demores ni un instante en venir con nosotros, no pierdas tiempo en recoger nada. Las aguas amenazan con subir aún más.

-Gracias, pero no os preocupéis por mí. Marchad tranquilos, que Dios no me dejará desamparado, seguro que mañana deja de llover -contestó desde el armario donde estaba subido. Y esa noche la pasó rezando y pidiendo a Dios que no lo abandonara en aquella situación, sin duda ya angustiosa.

Durante la semana siguiente las aguas fueron subiendo indefectiblemente, de tal modo que nuestro hombre terminó encaramado en el punto más alto del tejado. Aun así, no dejó de rezar ni un instante solicitando la ayuda de Dios, confiando ciegamente en la divina providencia. Estando en esta situación se acercó por allí un equipo de salvación perfectamente pertrechado.

-Prepárese, que vamos a salvarlo. Ha tenido suerte que pasásemos por aquí, las lluvias no amainan y la situación es cada vez peor; pero no se preocupe, aquí estamos nosotros para salvarle la vida -le gritó el jefe del equipo.

-Se equivoca, buen hombre -contestó el devoto-, mi vida sólo está en manos de Dios y él no permitirá que muera, seguro que mañana mismo deja de llover y en unos días todo vuelve a la normalidad. Esto es una prueba que Dios me manda para probar mi fe, pero yo confío en su infinita sabiduría.

Oído esto, aquellos hombres decidieron dar media vuelta, pensando que no merecía la pena esforzarse en ayudar a un loco que no quería salvarse.

Como continuó lloviendo, el hombre devoto murió ahogado al día siguiente y su alma llegó ante la presencia de Dios.

-Señor, estoy frustrado, defraudado y desconcertado. ¿Por qué te negaste a socorrerme? Sabes que recé sin parar pidiéndote que no me abandonaras. ¿Por qué lo hiciste? -preguntaba aquel alma entre desconsolados sollozos. -Mi confianza en tu ayuda era absoluta.

La voz de Dios sonó como un trueno.

-¿Cómo que me negué a ayudarte? Nadie tiene la culpa de que seas un completo idiota. ¿Quién crees que te envió a los vecinos del carro, a los de las barcas y al equipo de salvamento?

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