Cuentos Cortos-Orientales 3
EL ENCUENTRO
Ch’ienniang era la hija del señor Chang Yi, funcionario de Hunan. Tenía un primo llamado Wang Chu, que era un joven inteligente y bien parecido. Se habían criado juntos, y como el señor Chang Yi quería mucho al joven, dijo que lo aceptaría como yerno. Ambos oyeron la promesa y como ella era hija única y siempre estaban juntos, el amor creció día a día.
Ya no eran niños y llegaron a tener relaciones íntimas. Desgraciadamente, el padre era el único en no advertirlo. Un día un joven funcionario le pidió la mano de su hija. El padre, descuidando u olvidando su antigua promesa, consintió.
Ch’ienniang, desgarrada por el amor y por la piedad filial, estuvo a punto de morir de pena, y el joven estaba tan despechado que resolvió irse del país para no ver a su novia casada con otro. Inventó un pretexto y comunicó a su tío que tenía que irse a la capital. Como el tío no logró disuadirlo, le dio dinero y regalos y le ofreció una fiesta de despedida. Wang Chu, desesperado, no cesó de cavilar durante la fiesta y se dijo que era mejor partir y no perseverar en un amor sin ninguna esperanza.
Wang Chu se embarcó una tarde y había navegado unas pocas millas cuando cayó la noche. Le dijo al marinero que amarrara la embarcación y que descansaran. No pudo conciliar el sueño y hacia la media noehe oyó pasos que se acercaban. Se incorporó y preguntó:
— ¿Quién anda a estas horas de la noche?
— Soy yo, soy Ch’ienniang,-fue la respuesta. Sorprendido y feliz, la hizo entrar en la embarcación. Ella le dijo que había esperado ser su mujer, que su padre había sido injusto con él y que no podía resignarse a la separación. También había temido que Wang Chu, solitario y en tierras desconocidas, se viera arrastrado al suicidio. Por eso había desafiado la reprobación de la gente y la cólera de los padres y había venido para seguirlo adonde fuera.
Ambos, muy dichosos, prosiguieron el viaje a Szechuen.
Pasaron cinco años de felicidad y ella le dio dos hijos. Pero no llegaron noticias de la familia y Ch’ienniang pensaba diariamente en su padre. Esta era la única nube en su felicidad. Ignoraba si sus padres vivían o no y una noche le confesó a Wang Chu su congoja; como era hija única se sentía culpable de una grave impiedad filial.
—Tienes un buen corazón de hija y yo estoy contigo —respondió él—. Cinco años han pasado y ya no estarán enojados con nosotros. Volvamos a casa—. Ch’ienniang se regocijó y se aprestaron para regresar con los niños.
Cuando la embarcación llegó a la ciudad natal, Wang Chu le dijo a Ch’ienniang:
-— No sé en qué estado de ánimo encontraremos a tus padres. Déjame ir solo a averiguarlo —. Al avistar la casa, sintió que el corazón le latía. Wang Chu vio a su suegro, se arrodilló, hizo una reverencia y pidió perdón. Chang Yi lo miró asombrado y le dijo:
-— ¿De qué hablas? Hace cinco años que Ch’ienniang está en cama y sin conciencia. No se ha levantado una sola vez.
—- No estoy mintiendo —dijo Wang Chu—. Está bien y nos espera a bordo.
Chang Yi no sabía qué pensar y mandó dos doncellas a ver a Ch’ienniang. A bordo la encontraron sentada, bien ataviada y contenta; hasta les mandó cariños a sus padres. Maravilladas, las doncellas volvieron y aumentó la perplejidad de Chang Yi.
Entre tanto, la enferma había oído las noticias y parecía ya libre de su mal y había luz en sus ojos. Se levantó de la cama y se vistió ante el espejo. Sonriendo y sin decir una palabra, se dirigió a la embarcación. La que estaba a bordo iba hacia la casa y se encontraron en la orilla. Se abrazaron y los dos cuerpos se confundieron y sólo quedó una Ch’ienniang, joven y bella como siempre. Sus padres se regocijaron, pero ordenaron a los sirvientes que guardaran silencio, para evitar comentarios.
Por más de cuarenta años, Wang Chu y Ch’ienniang vivieron juntos y felices.
(Cuento de la dinastía Tang, 618—906 a.C.)

LOS BRAHMANES Y EL LEÓN
En cierto pueblo había cuatro brahmanes que eran amigos. Tres habían alcanzado el confín de cuanto los hombres pueden saber, pero les faltaba cordura. El otro desdeñaba el saber; solo tenía cordura.
Un día se reunieron. ¿De qué sirven las prendas, dijeron, si no viajamos, si no logramos el favor de los reyes, si no ganamos dinero? Ante todo, viajaremos.
Pero cuando habían recorrido un trecho, dijo el mayor:
— Uno de nosotros, el cuarto, es un simple, que no tiene más que cordura. Sin el saber, con mera cordura, nadie obtiene el favor de los reyes. Por consiguiente, no compartiremos con él nuestras ganancias. Que se vuelva a su casa.
El segundo dijo:
— Esta no es manera de proceder. Desde muchachos hemos jugado juntos. Ven, mi noble amigo, tú tendrás tu parte en nuestras ganancias.
Siguieron su camino y en un bosque hallaron los huesos de un león.
Uno de ellos dijo:
— Buena ocasión para ejercitar nuestros conocimientos. Aquí hay un animal muerto; resucitémoslo.
El primero dijo:
—Sé componer el esqueleto.
El segundo dijo:
—Puedo suministrar la piel, la carne y la sangre.
El tercero dijo:
—Sé darle la vida.
El primero compuso el esqueleto, el segundo suministró la piel, la carne y la sangre. El tercero se disponía a infundir la vida, cuando el hombre cuerdo observó:
—Es un león. Si lo resucitan, nos va a matar a todos.
—Eres muy simple —dijo el otro—. No seré yo el que frustre la labor de la sabiduría.
—En tal caso —respondió el hombre cuerdo— aguarda que me suba a este árbol.
Cuando lo hubo hecho, resucitaron al león; éste se levantó y mató a los tres. El hombre cuerdo esperó que se alejara el león, para bajar del árbol y volver a su casa.
(Panchatantra, siglo II, a.c.)
LA SENTENCIA
Aquella noche, en la hora de la rata, el emperador soñó que había salido de su palacio y que en la oscuridad caminaba por el jardín, bajo los árboles en flor.
Algo se arrodilló a sus pies y le pidió amparo. El emperador accedió; el suplicante dijo que era un dragón y que los astros le habían revelado que al día siguiente, antes de la caída de la noche, Wei Cheng, ministro del emperador, le cortaría la cabeza. En el sueño, el emperador juró protegerlo.
Al despertarse, el emperador preguntó por Wei Cheng. Le dijeron que no estaba en el palacio; el emperdaor lo mandó buscar y lo tuvo atareado el día entero, para que no matara al dragón, y hacia el atardecer le propuso que jugaran al ajedrez.
La partida era larga, el ministro estaba cansado y se quedó dormido.
Un estruendo conmovió la tierra. Poco después irrumpieron dos capitanes que traían una inmensa cabeza de dragón empapada en sangre. La arrojaron a los pies del emperador y gritaron:
—Cayó del cielo.
Wei Cheng, que había despertado, lo miró con perplejidad y observó:
—Que raro, yo soñé que mataba a un dragón así.
Wu Ch’eng(c. 1505—c. 1580)